La conciencia es una parte fundamental de la naturaleza, como ya intuían las antiguas religiones y filosofías. En tiempos modernos, los investigadores sugieren que no es solo un epifenómeno de la evolución de la materia; es, en esencia, una manifestación entrópica que danza y se regula conforme el tiempo se despliega libremente por el espacio. La conciencia emerge de grandes eventos físicos que siempre han existido en el universo, como sucesos cósmicos interconectados que susurran en silencio las leyes del ser. Estos parámetros de la realidad operan como piezas precisas de un mecanismo universal aún por descifrar en su totalidad, tejiendo juntos los hilos invisibles de nuestra existencia. Nuestro cerebro, entonces, es un caleidoscopio de pulsos vibrantes: oscilaciones cerebrales, pulsiones libidinales y motivaciones anímicas que se transmiten como una “realidad”, creando un mundo fenomenológico que se entrelaza en los mitos. Desde la concepción del tiempo hasta la creación de sociedades tecnológicas, los arquetipos han forjado un espacio donde la imaginación y la percepción se funden, moldeando nuestra existencia y dándole forma a nuestra realidad.