Llegamos a constituirnos en personas mayores luego de un largo proceso que inicia con el nacimiento y que culmina con la muerte; es lo que denominamos como envejecimiento, un proceso heterogéneo, único, dinámico y atravesado por múltiples dimensiones que superan lo meramente cronológico (Paola et al, 2011). Sin embargo, a pesar de su presencia a lo largo de nuestras vidas, pareciese producirse a nivel individual, social y del Estado un “decantamiento” de esta realidad humana por el cual, se busca remover las “imperfecciones” del paso del tiempo, de la historia y de las construcciones colectivas, priorizándose una lógica neoliberal que desde sus ideales nos invita a desear el sueño de la “juventud eterna” (Manes et al, 2016). La consecuencia de adoptar lo que denominaré “paradigma del espejo roto” es que dejamos de mirar estos procesos, generándose prácticas discriminatorias y de exclusión. Ante este posicionamiento individual y colectivo de connotaciones fuertemente negativas, cabe preguntarnos en nuestro aquí y ahora: ¿qué está sucediendo en este tiempo que el Estado, la sociedad e individualmente como sujetos singulares no queremos ver la vejez y el envejecimiento?, es un punto de partida para reflexionar en los impactos del “espejo roto”. La reciente declaración de la Organización Mundial de la Salud que pretende incorporar para enero del 2022 a la vejez como una enfermedad, nos exhorta a repensar nuestras prácticas cotidianas, problematizar las políticas públicas para personas mayores y reivindicar el rol de los distintos profesionales, especialmente el del trabajador social como politizador de sus intervenciones (Montaño, 2014). Se hace necesario, entonces, tomar en nuestras manos el espejo para mirarnos más allá de las edades y con una perspectiva de derechos humanos… es lo que he podido construir como estudiante de trabajo, descubriendo que la capacitación es fundamental para lograr posibles transformaciones (Ludi, 2013).