A fines del año 2017 una mujer del barrio de Nordelta se quejó de sus nuevos vecinos, particularmente de su apariencia y sus costumbres.1 Enojada, criticó que estén tomando mate con bizcochitos en reposeras. No quiso compartir su espacio con ellos, no quiso verlos. El audio le habrá parecido peculiar a Michelle –su agente inmobiliario y destinataria de las quejas– ya que al poco tiempo todos lo escuchamos y hasta los principales medios de comunicación lo levantaron. Viralización e indignación fueron las respuestas, con una sensación generalizada de ridiculez. ¿Por qué esta respuesta? ¿Por qué tales efectos? En el presente artículo proponemos pensar el fenómeno sirviéndonos de las elaboraciones freudianas para explorar la misma estructura a nivel social e individual. Nos centraremos así en una relación posible entre narcisismo y territorio. Ade-lantándonos al final del recorrido, nos interesa plantear que lejos de tratarse de un hecho aislado, esta conducta segregatoria es moneda corriente. No tiene que ver necesariamente con la exclusividad de Nordelta, sino que por el contrario, este espacio es una muestra clara de la forma en la que nos juntamos. ¿Cómo nos relacionamos con el vecino? ¿Cómo tratamos al ajeno? La cultura nos agrupa, ordenando y distribuyendo los goces. Uno de estos tratamientos es el que denominaremos: efecto del vecino odiado, para ponerlo en relación con el narcisismo de las pequeñas diferencias. Este vecino puede ser quien vive al lado, como también el judío, el choriplanero, el cheto, o el que haya sido tomado así por cada grupo. Observamos esto de modo paradigmático en ciertos fenómenos sociales como en el racismo o la misoginia, caracterizados por sus efectos de segregación.