Los años noventa consagraron el triunfo del neoliberalismo como doctrina hegemónica global. En la mayoría de los diagnósticos, los medios de comunicación aparecen como preponderantes para la consecución del objetivo. Sin embargo, el éxito no solo se compone de la capacidad de las empresas comunicacionales para imponer los temas de la agenda pública sino también de los desplazamientos técnico - económicos de los conglomerados multimediales sobre la esfera pública. El nuevo escenario se instala a partir de una supuesta democratización sustentada en la capacidad de las empresas de comunicación para regular las polifonías que subyacen en la sociedad. El potencial de protesta señalado por Habermas se vuelve funcional a la nueva hegemonía que brega por la consolidación de un poder transnacional sostenido por la eficacia de la empresa privada. La TV opera como un panóptico cuyo único objeto de control y censura es el sistema político. La denuncia y el debate se instalan en la pantalla y operan, entonces, no como principio de cambio sino como reaseguro y resguardo de los intereses dominantes de los mercados. Muy a pesar de esto, los últimos tiempos marcan un cuestionamiento de la opinión pública sobre las instituciones y los medios de comunicación. La pérdida de credibilidad coexiste con nuevas formas de manifestación política que no basan su accionar en la publicidad mediática.