La música desde sus orígenes es una actividad eminentemente social (Cross 2010, Turino 2008, Small 1998), fortalece los lazos sociales a partir de ecualizar los estados internos, coordinar la energía cinética en el contexto de la interacción y favorecer el enlace intersubjetivo al permitir reconocer estados mentales (propositivos y afectivos) del otro. Ello es posible gracias a un complejo de base neurológico-cognitiva que permite a los seres humanos por un lado regular las conductas en el tiempo y orientar dicho timing expresivamente hacia el otro, y por otro ser extraordinariamente sensible, en términos de la atención y la expectación, a microvariaciones temporales en el transcurso de la experiencia. En este trabajo se discute la continuidad ontológica de los mecanismos que hacen posible el involucramiento afectivo a lo largo del desarrollo cognitivo con los que nos permiten experimentar la música como una experiencia participativa, aun en soledad.