Los derechos humanos en general constituyen, desde finales del siglo XX, un idioma particular de la lucha política y de constitución de nuevos sujetos, de surgimiento de novedosos dominios de intervención y de renovadas formas de regulación social (Merry, 2003; 2006; Abu-Lughod, 2002). El lenguaje de derechos ha sido, así, un lenguaje productivo (Tiscornia, 2008), es decir, adquirió poder político y una potencia particular en la definición de una gramática institucional de protección a la infancia, a partir de las cambiantes y dinámicas coyunturas socio-políticas en las que esa retórica se despliega y articula (Llobet, 2013; Villalta, 2015). En los últimos años, la potencia de este discurso se verificó en la producción de nuevas grillas de inteligibilidad para los problemas sociales ?y en consecuencia en la emergencia de nuevos problemas- y en la creación de diferentes tecnologías de gobierno que transformaron, de maneras no siempre congruentes con las explícitamente perseguidas, las modalidades de gestión acostumbradas, propiciando la emergencia de nuevas subjetividades. Los derechos son hoy un lenguaje privilegiado de interpretación y producción de sentidos sobre la justicia (Fraser, 2002; Merry, 2006) y sobre las tensiones y articulaciones entre el individuo y la comunidad. Por su parte, a través del concepto de generización, se ha señalado cómo los derechos humanos han sido atravesados por una pregunta por la igualdad de género (García Muñoz, 2019).