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El olor como símbolo de exclusión social: El caso de la sociedad porteña a principios del siglo XX
Analia Hernández.
Primeras Jornadas Internacionales sobre conformaciones familiares de ayer y hoy: fuentes, conceptos y perspectivas de análisis. FaHCE-UNLP, la plata, 2016.
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Resumen
La cuestión de la marginalidad en Buenos Aires a principios del siglo XX, nace de las supuestas ventajas que se esperaban del desarrollo económico y social, al igual que los privilegios del sector que detentaba el poder. Las diferencias políticas que generó la construcción de la ciudadanía argentina se agudizaban ante el temor de las elites dirigentes a perder sus espacios. Los deberes y derechos tanto del Estado como de la sociedad, se convirtieron en cuestiones básicas para sentar las bases de lo que se entendía como democracias de derecho. A nivel simbólico, las elites continuaron ejerciendo el poder, con nuevas representaciones que no hicieron más que perpetuar las diferencias de clases. El siempre presente peligro de la otredad, del contacto con el indígena primero, y luego con el inmigrante, pero también con los sectores populares, llevaron a que esas mismas elites confluyeran en pos de la llamada ?defensa social?. Las etiquetas para excluir, para dejar afuera a amplios sectores de la sociedad, cambiaron tanto como sus fundamentaciones.Centraremos nuestra atención en la construcción simbólica del cuerpo. Entendemos que es una posible variable de análisis a partir de la relación cuerpo-ambiente-sociedad, donde aparece una identificación de lo propio como contrapuesto a lo ajeno, al otro.En la modernidad surgió una visión del cuerpo que se definió en términos de salud o enfermedad, hecho que fue impregnando el discurso de una moral de exclusión y desigualdad social que derivó en un pensamiento racional avocado a controlar la naturaleza.El cuerpo de la modernidad, racionalizado, individualizado, el cuerpo convertido en masa, en obrero, en mano de obra barata y disponible para el sistema capitalista, ese cuerpo que se convirtió en parte del engranaje de la economía, fue objetivado y por lo tanto era menester que se pudiera reparar. El nuevo rol de la medicina estuvo sujeto a su capacidad de curar. El individuo nacido en la modernidad fue testigo del cambio en la construcción simbólica del cuerpo, la que se adaptaba a las necesidades del mercado. La modernidad engendró una cultura de la belleza y de la apariencia contrapuesta a la fealdad. Por lo tanto, la imagen comenzó a adquirir una importancia más vinculada a la estética y al consumo. Lo corporal, como bien analiza Le Breton (1990), está atravesado por la sociedad, por lo ambiental, por lo histórico, por la enfermedad, por las emociones, entre otras cuestiones. El cuerpo de la modernidad es producto de la individualización y la objetivación, se deja de ser un cuerpo para pasar a tener un cuerpo.1Mary Douglas (1978), se refirió a la construcción simbólica del cuerpo, a partir de una dualidad, de dos cuerpos, uno físico y otro social. El uno viene a modificarse por el otro, en una interrelación determinada por la presión social. Esa presión social, muchas veces, hará prevalecer al cuerpo social por sobre el físico.2. Foucault ha hecho un pormenorizado análisis de la construcción simbólica del cuerpo, entre los siglos XVI y XIX, a partir del ejercicio del poder. Las esferas de poder que él plantea, van a actuar en los diferentes momentos históricos como mecanismos de control, que se ejercerán sobre el cuerpo a través de lo que imponga el discurso dominante.El Gran Encierro del siglo XVII es planteado por Foucault en esos términos de poder, era el lugar donde se ocultaba y apartaba de la sociedad a los indeseables, a los criminales, a los locos, a los que se alejaban de la norma, a los enfermos y también a los pobres... Esos lugares comunes eran los hospitales y las cárceles. El ?estar encerrado? se convertía en una marca, un estigma, y por lo tanto adquiría un carácter meramente moral. El marginado, el excluido, el apartado de la sociedad, era una figura muy fuerte con la que los individuos no se reconocían y con los que no puedían relacionarse, por lo tanto era necesario apartarlos de la visión pública. El estar encerrado iba acompañado de otros indicadores, como el de los olores, que fueron forjando un sentimiento de desagrado, en directa vinculación con lo malo. Alain Corbin , cita al doctor Hallé ?En el hospital, el doctor Hallé analiza y define con precisión el olor de cada una de las especies mórbidas; sabe distinguir el ambiente olfativo de las salas donde se amontonan hombres, mujeres o niños. En Bicètre, anota de paso,el olor insípido de la gente pobre?.3Pero por debajo de ese discurso, hay una cuestión simbólica muy fuerte, más ligada a los sentidos que la refuerzan. Sabemos que la vista es la más destacada y a partir de ella se han podido marcar cuestiones vinculadas al vestir y a la apariencia en general; el oído ha sido otro de los sentidos considerados superiores, se lo ha asociado a las virtudes de la música y al arte, al igual que la vista. En cambio el olfato, ha quedado relegado, junto al gusto y al tacto. Se lo solía considerar como un sentido vestigial cuya importancia se encontraba en asociación con otros sentidos. Freud era consciente del papel desempeñado por los olores en las vidas sexuales de los animales y consideraba que la presión social llevó a la represión orgánica del sentido del olfato. 4Al contrario de lo que postuló Freud, creemos que el sentido del olfato no está reprimido, lo que se ha modificado es lo que se considera como ?olor bueno? y olor malo?, en esa evaluación, que es moral, encontramos que la misma se erige como una herramienta de poder. Al determinar que algo o alguien es bueno o malo según huela.Por lo tanto, el olfato se ha constituido como una herramienta de control social, porque llega al punto de ser una representación moral de la realidad en cada cultura y en los diferentes momentos históricos. Nuestro análisis hará foco en el sentido del olfato, desde lo simbólico, porque lo entendemos como una herramienta de poder utilizada por la sociedad burguesa porteña en su intento de resaltar una moral de exclusión, que se ejerció en el cuerpo, individual y colectivo. Esa moral se erigió sobre la dupla ?oler bien y oler mal?, como analogía a lo bueno y lo malo, lo fragante y lo apestoso.Fundamentamos esta afirmación haciendo uso de las publicidades odorificas publicadas en la revista Caras y Caretas en las primeras décadas del siglo XX porque consideramos que es un terreno fértil y poco explorado para descubrir como operaba esa moral mediante los mensajes codificados en las publicidades, dónde el oler bien era sinónimo de decoro y de perfumes inaccesibles para las clases populares.
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